Diario : La República
Uruguay, Montevideo, Viernes, 13 de Noviembre de 2009
Por: Embajador Suhail Hani Daher Akel (*)
Pasaron cinco años y al parecer el mundo solo escuchó al autor del delito. El dolor no cesa. No hubo voluntad de investigar la muerte de uno de los más importantes estrategas y líderes del siglo XX, Yasser Arafat (Abu Ammar).
Los dirigentes sionistas israelíes a viva voces vociferaron sus deseos de asesinar a Abu Ammar. Y al igual que aquel mártir palestino Jesús, le impusieron un vía crucis de humillación y castigo.
Los tres años que se extendió el criminal cerco militar al democrático presidente y Nobel de Paz, Abu Ammar, en la Mukata’a (presidencia palestina), en Ramallah, decretado por el premier Ariel Sharon y su canciller Shimon Peres, fue espinosamente encubierto. Nadie hizo nada. Ni los jerarcas árabes sosegados en sus sillones de fino oro, ni el occidente achispado con la ética de libertades y democracias.
Nada sacudió la conciencia. Nadie ejerció la voluntad política ni la presión suficiente para que la potencia ocupante no arrastre hacia el cadalso de la muerte al líder de una noble causa.
Abu Ammar, que equilibró e hizo frente a las necesidades de un pueblo oprimido y diezmado, fue víctima solitaria de las constantes presiones internacionales y de los regímenes árabes para capitular. No lo hizo. Los enfrentó con dignidad y revalorizó a su pueblo. Lo envenenaron. Arafat fue digno con su vida y con su muerte.
Al remontar la memoria y situarla sobre el hostil lenguaje de Ariel Sharon, Shimon Peres, Shaul Mofaz, Ehud Barack y Ehud Olmert, incitando públicamente el asesinato de Arafat en los periódicos israelíes. Más, la suma del terrorismo de estado israelí en sus ataques con mísiles y buldózer a la indefensa Mukata’a, sobran las evidencias para ser acusados del magnicidio de Abu Ammar.
Durante el forzado confinamiento desde el 2001 al 2004, George Bush (h), aún pendiente de juzgamiento por sus crímenes de guerra en Irak, Afganistán y como participe secundario en el cerco y envenenamiento de Abu Ammar, fue uno de los presidentes estadounidenses que más favoreció a los líderes israelíes en sus volubles aspiraciones colonialistas.
Con la cruel segunda invasión a Irak el 21 de marzo de 2003, Bush dejo parapléjico al mundo y amparó bajo el paraguas de la guerra las tres estratégicas facetas de la potencia ocupante: a) Carcomer la quinta parte del ancestral territorio de Palestina y su capital Jerusalem, ocupados en 1967, con ilegales asentamientos y muros de apartheid; b) apuntalar el sueño sionista del Gran Israel del Nilo al Eufrates, con la presencia israelí en el Nilo y su aliado estadounidense en el Eufrates, ejerciendo el efecto pinza sobre los pueblos árabes de Siria, Líbano, Jordania e Irak; c) asesinar al histórico líder palestino para retroceder los anhelos independentistas a los niveles de bajo cero y generar un gobierno palestino servil a la potencia sionista. En la práctica los hechos quedaron visibles.
No fueron solamente los israelíes los que trabajaron contra las legítimas y sinceras aspiraciones de Abu Ammar con su pueblo. Estadounidenses, europeos, regímenes corruptos latinoamericanos y árabes, y hasta la propia ONU, embriagados por el rigor del lobby político-económico judío, colaboraron de distinta manera para quebrar la desafiante rama de olivo, que como prenda de paz, Arafat presentó en la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1974 y torcerle su firme mano tendida a los israelíes en su propuesta de ‘Paz para los Valientes’ en el abortado acuerdo de Oslo de 1993.
No solo los israelíes no desearon desenterrar la recóndita muerte del mártir Yasser Arafat, el propio liderazgo palestino no estuvo dispuesto hacerlo. Luego de cinco años, el envenenamiento de Abu Ammar sigue impune. Los responsables israelíes y las manos de aquellos palestinos llagadas de traición siguen libres. Al igual que aquellos que redactaron en 588 páginas la historia clínica de las dos semanas de internación de Arafat en el Hospital militar Percy de París, sin determinar los síntomas de su muerte.
Como los grandes héroes y mártires de sus pueblos, Abu Ammar escribió la historia con su sangre. La derramó para redimir la dignidad de su gente e infundió el sendero espinoso de la liberación con sus palabras: “Estoy preparado para ser mártir, llegará el día que un niño palestino izará la bandera palestina sobre Jerusalem”.
El presidente Arafat, excesivamente demacrado, cargando con el peso de una larga y dolorosa historia de vida, percibió que había sido traicionado y envenenado, y que muchos de su entorno lo abandonaron por algunas magras monedas. Con grandeza perdonó y se despidió lanzando con sus manos temblorosas como consecuencia de un avanzado parkinson, decenas de besos que iluminaron aquellas enrojecidas retinas palestinas que lo vieron por ultima vez con vida, antes de aquel fatídico 11 de noviembre de 2004, fecha de su deceso.
Al regresar su cuerpo a Palestina ocupada, fue abrazado por su leal pueblo. Denegada su sepultura en su ciudad natal de Jerusalem por la orden cobarde de Sharon (hoy en estado vegetativo), fue enterrado en la Mukata’a cubierto con tierra traída desde Jerusalem, en transitoria espera de su definitivo retorno y descanso en el predio sagrado de la Mezquita al-Aqsa de esa ciudad santa, liberada y como capital del Estado de Palestina.
Hasta la victoria comandante de la revolución, la dignidad y la libertad. Hasta Jerusalem Abu Ammar, tierra de Jesús, los profetas y los grandes sabios. Tierra de los milenarios cananeos y actuales palestinos.
(*) - Fue el primer Embajador del Estado de Palestina en la Argentina
- Analista Internacional sobre la Cuestión Palestina
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